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rafaeldelarosa

DESPERTAR

DESPERTAR

            La salida resultó distinta,  hasta los bustos desnudos de mujer romana, parecía haberles guiñado un ojo.

            Tomados de la mano, mirando a un lado y otro del hotel. Hacia donde las estatuas de mármol rosado flanqueaban la entrada. Intercambiaron miradas y sonrisa. No comentaron nada, pero se encontraban seguros de haber sido testigos de gesto humano proveniente de aquellas rocas rosáceas.            Otra señal inequívoca aún estaba por sucederles. Les esperaba al atravesar la cancela de seguridad en el acceso. Frente a ellos: toda una hilera de elevadas palmeras salían a su encuentro. Entre las dos más próximas se les dibujaba la luna llena, recién estrenada. También con una sonrisa dibujada en su rostro.            Aquellos signos, que les hizo estremecer, les provocaron apretar con fuerza la mano del otro. Se tomaron de la cintura. Así iniciaron su paseo nocturno por entre el pasillo de elevadas palmeras, rindiéndoles como tributo al coronales las cabezas con sus copas cargadas de largas hojas.            Siempre, durante el recorrido, no cesó en acompañarles el acompasado sonido de las olas al romper en la arena de la playa. Dos sonidos diferenciados: uno, más intenso. Casi rozándoles los pies. Otro, más tenue y alejado en un eco.            Se encontraban extasiados. Se sentían propietarios únicos de cuanto les rodeaba. Del paisaje, de los sonidos, de los olores… y se mostraban agradecidos por ser obsequiados con todo aquello.            No hacía viento, era la brisa la que acariciaba sus cuerpos.            Ella vestía pareo, en el que predominaba el azul intenso y el turquesa, con dibujos de nubes y delfines danzando sobre la superficie de las olas. Los pechos bien parecían estar al descubierto por la transparencia de una camisa de seda natural atada a la altura de la cintura.            Él, amante de la naturaleza y deportista nato, vestía un atuendo más desaliñado con tejados desgastados por el uso y camiseta negra de lycra con roturas, al igual que el pantalón por el que dejaba ver sus muslos.            Las figuras se perdían por el interminable camino de palmeras, con paso lento, pero seguro y evocador.            Un gato negro se les cruzó en el camino, para observarles con mirada felina. Hizo una pequeña parada, para cerrar los ojos y proseguir, con indiferencia y porte de orgullo. Agitando la cola al aire. Majestuosidad la del cuadrúpedo. Al perderse con el mismo sigilo con el que apareció.            La pareja optó por degustar un exquisito combinado de frutas tropicales, presentado en el interior de una piña, decorada con frutas, bengalas, pajitas y sombrillas. Esto en un chiringuito próximo, sobre la arena. Alumbrado por guirnaldas de bombillas y con hilo musical de compases caribeños.            La mesa era de madera vieja, quemada por el pasar del tiempo y el salitre. De la misma madera que el propio kiosco, de techo de ramas secas.            Ella situó su pierna derecha reposando sobre la izquierda, con la delicadeza con la que sólo una mujer sabe hacerlo. Él la tomó con la mano de la barbilla, para aproximar sus labios a los suyos. Ella respondió tomándole con sus dos manos, la suya.            Con el primer beso el hielo se fundía en el combinado de frutas exóticas en el interior de la piña, que descansaba sobre la mesa en la que tres manos jugaban y sus dedos se entrecruzaban con sensualidad.            De haberse producido, la conversación podría haber sido distendida. Más las palabras no se pronunciaron, no salieron de sus bocas. Los pensamientos se mantenían ocupados cómo demostrar lo que sentían. La noche se consumía como la colilla de un cigarrillo.            El camino de regreso optaron por emprenderlo por la orilla, refrescando los pies por el agua del mar. Osaron desprenderse de las camisas; él la de negro y ella la de seda transparente. Sintiendo como la brisa acariciaba sus entumecidos cuerpos. Se sentaron frente a frente. Ella le tomó del cinto, para desprenderle la hebilla. Desabrochar el botón, bajar la cremallera.   Dejar los tejanos holgados. Introducir su mano en el interior y comenzar a jugar con lo que allí se encontraba. Ante aquella actitud él irguió el cuerpo, pegado al de ella y sentir sus pechos apretados a tu ejercitado tórax. Si ella proseguía con la tarea recién iniciada, él la tomaba por su larga y ondulada cabellera azabache. Los pezones endurecían y los besos resultaban cada vez más profundos. Sus pies, pegados al vaivén de las olas que refrescaban su fervor.             Entre los movimientos el pareo cayó a la arena con la suavidad con la que una hoja de papel cae al suelo. Completamente desnuda: glúteos endurecidos, senos perfilados, silueta perfecta. Alumbrada por el reflejo de la luna sobre el agua.            Se arrodilló frente a su pareja, para desprenderle de los tejanos desgastados. Prosiguió con su tarea, proporcionándole máximo placer. Contribuyendo, con ello, a dotar de grandes dimensiones a aquello con lo que inició el juego. Con las manos, primero. Con la lengua, en su boca… El incesante movimiento le hizo arquear su cuerpo aún más. Con la mirada perdida en el firmamento estrellado y exento de nubes.            Pronto sus cuerpos se hallaron tumbados en la arena. El uno sobre el otro. Una vez mojados, otra vez menos. Acariciados por las olas en un ir y venir.Ella, con su pelo extendido en el suelo. Sobre ella: él. Con su cuerpo en constante movimiento y arqueado. Lo que en principio se inició como leve susurro, suspiros, pronto se alternarían con profundos jadeos.            El agua se fusionaba al sudor de los cuerpos. El sudor con lágrimas de placer. Perlas de placer. Placer extremo, en dolor. Dolor de delirio. Delirio en éxtasis.            Después de dejar sus cuerpos en descanso sobre la superficie de la arena, con sus miradas perdidas en el cielo, buscando las estrellas perdidas en el firmamento. Sus manos unidas, con dedos que se cruzaban con los del otro iniciaron el camino de regreso al hotel, tal y como lo iniciaron: tomados de la cintura. Por la misma avenida, a la que el mar se acerca y las palmeras rinden pleitesía, coronando sus cabezas con las copas más elevadas.            Situados de espaldas, ante las mismas puertas de acceso por la que salieron, atestiguaron como el sol tomaba, sobre el horizonte, a la luna ya caída. Las horas de la noche se despedían y el alba comenzaba el tránsito del nuevo amanecer. El busto desnudo de mujeres romanas volvía a obsequiarles con mirada de complicidad. Se abrieron las puertas de cristal y sus figuras se perdían en el ascenso de escalinata de mármol blanco. Figuras de reflejo sobre los espejos del hall.            En el transcurrir de nueve meses debería de surgir el fruto de aquella noche. Con un llanto. Con un canto de magia que revelara lo sucedido aquella noche, con el amanecer de una nueva vida por amamantar con senos de barro, arena y sal.

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