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rafaeldelarosa

MIS ESCRITOS

DESPERTAR

DESPERTAR

            La salida resultó distinta,  hasta los bustos desnudos de mujer romana, parecía haberles guiñado un ojo.

            Tomados de la mano, mirando a un lado y otro del hotel. Hacia donde las estatuas de mármol rosado flanqueaban la entrada. Intercambiaron miradas y sonrisa. No comentaron nada, pero se encontraban seguros de haber sido testigos de gesto humano proveniente de aquellas rocas rosáceas.            Otra señal inequívoca aún estaba por sucederles. Les esperaba al atravesar la cancela de seguridad en el acceso. Frente a ellos: toda una hilera de elevadas palmeras salían a su encuentro. Entre las dos más próximas se les dibujaba la luna llena, recién estrenada. También con una sonrisa dibujada en su rostro.            Aquellos signos, que les hizo estremecer, les provocaron apretar con fuerza la mano del otro. Se tomaron de la cintura. Así iniciaron su paseo nocturno por entre el pasillo de elevadas palmeras, rindiéndoles como tributo al coronales las cabezas con sus copas cargadas de largas hojas.            Siempre, durante el recorrido, no cesó en acompañarles el acompasado sonido de las olas al romper en la arena de la playa. Dos sonidos diferenciados: uno, más intenso. Casi rozándoles los pies. Otro, más tenue y alejado en un eco.            Se encontraban extasiados. Se sentían propietarios únicos de cuanto les rodeaba. Del paisaje, de los sonidos, de los olores… y se mostraban agradecidos por ser obsequiados con todo aquello.            No hacía viento, era la brisa la que acariciaba sus cuerpos.            Ella vestía pareo, en el que predominaba el azul intenso y el turquesa, con dibujos de nubes y delfines danzando sobre la superficie de las olas. Los pechos bien parecían estar al descubierto por la transparencia de una camisa de seda natural atada a la altura de la cintura.            Él, amante de la naturaleza y deportista nato, vestía un atuendo más desaliñado con tejados desgastados por el uso y camiseta negra de lycra con roturas, al igual que el pantalón por el que dejaba ver sus muslos.            Las figuras se perdían por el interminable camino de palmeras, con paso lento, pero seguro y evocador.            Un gato negro se les cruzó en el camino, para observarles con mirada felina. Hizo una pequeña parada, para cerrar los ojos y proseguir, con indiferencia y porte de orgullo. Agitando la cola al aire. Majestuosidad la del cuadrúpedo. Al perderse con el mismo sigilo con el que apareció.            La pareja optó por degustar un exquisito combinado de frutas tropicales, presentado en el interior de una piña, decorada con frutas, bengalas, pajitas y sombrillas. Esto en un chiringuito próximo, sobre la arena. Alumbrado por guirnaldas de bombillas y con hilo musical de compases caribeños.            La mesa era de madera vieja, quemada por el pasar del tiempo y el salitre. De la misma madera que el propio kiosco, de techo de ramas secas.            Ella situó su pierna derecha reposando sobre la izquierda, con la delicadeza con la que sólo una mujer sabe hacerlo. Él la tomó con la mano de la barbilla, para aproximar sus labios a los suyos. Ella respondió tomándole con sus dos manos, la suya.            Con el primer beso el hielo se fundía en el combinado de frutas exóticas en el interior de la piña, que descansaba sobre la mesa en la que tres manos jugaban y sus dedos se entrecruzaban con sensualidad.            De haberse producido, la conversación podría haber sido distendida. Más las palabras no se pronunciaron, no salieron de sus bocas. Los pensamientos se mantenían ocupados cómo demostrar lo que sentían. La noche se consumía como la colilla de un cigarrillo.            El camino de regreso optaron por emprenderlo por la orilla, refrescando los pies por el agua del mar. Osaron desprenderse de las camisas; él la de negro y ella la de seda transparente. Sintiendo como la brisa acariciaba sus entumecidos cuerpos. Se sentaron frente a frente. Ella le tomó del cinto, para desprenderle la hebilla. Desabrochar el botón, bajar la cremallera.   Dejar los tejanos holgados. Introducir su mano en el interior y comenzar a jugar con lo que allí se encontraba. Ante aquella actitud él irguió el cuerpo, pegado al de ella y sentir sus pechos apretados a tu ejercitado tórax. Si ella proseguía con la tarea recién iniciada, él la tomaba por su larga y ondulada cabellera azabache. Los pezones endurecían y los besos resultaban cada vez más profundos. Sus pies, pegados al vaivén de las olas que refrescaban su fervor.             Entre los movimientos el pareo cayó a la arena con la suavidad con la que una hoja de papel cae al suelo. Completamente desnuda: glúteos endurecidos, senos perfilados, silueta perfecta. Alumbrada por el reflejo de la luna sobre el agua.            Se arrodilló frente a su pareja, para desprenderle de los tejanos desgastados. Prosiguió con su tarea, proporcionándole máximo placer. Contribuyendo, con ello, a dotar de grandes dimensiones a aquello con lo que inició el juego. Con las manos, primero. Con la lengua, en su boca… El incesante movimiento le hizo arquear su cuerpo aún más. Con la mirada perdida en el firmamento estrellado y exento de nubes.            Pronto sus cuerpos se hallaron tumbados en la arena. El uno sobre el otro. Una vez mojados, otra vez menos. Acariciados por las olas en un ir y venir.Ella, con su pelo extendido en el suelo. Sobre ella: él. Con su cuerpo en constante movimiento y arqueado. Lo que en principio se inició como leve susurro, suspiros, pronto se alternarían con profundos jadeos.            El agua se fusionaba al sudor de los cuerpos. El sudor con lágrimas de placer. Perlas de placer. Placer extremo, en dolor. Dolor de delirio. Delirio en éxtasis.            Después de dejar sus cuerpos en descanso sobre la superficie de la arena, con sus miradas perdidas en el cielo, buscando las estrellas perdidas en el firmamento. Sus manos unidas, con dedos que se cruzaban con los del otro iniciaron el camino de regreso al hotel, tal y como lo iniciaron: tomados de la cintura. Por la misma avenida, a la que el mar se acerca y las palmeras rinden pleitesía, coronando sus cabezas con las copas más elevadas.            Situados de espaldas, ante las mismas puertas de acceso por la que salieron, atestiguaron como el sol tomaba, sobre el horizonte, a la luna ya caída. Las horas de la noche se despedían y el alba comenzaba el tránsito del nuevo amanecer. El busto desnudo de mujeres romanas volvía a obsequiarles con mirada de complicidad. Se abrieron las puertas de cristal y sus figuras se perdían en el ascenso de escalinata de mármol blanco. Figuras de reflejo sobre los espejos del hall.            En el transcurrir de nueve meses debería de surgir el fruto de aquella noche. Con un llanto. Con un canto de magia que revelara lo sucedido aquella noche, con el amanecer de una nueva vida por amamantar con senos de barro, arena y sal.

DESAMPARO

               Es todo un reto de la vida, para la vida misma. "Hay que cogerla por los cuernos" y tratar de torearla, aunque sea ella siempre la que salga ganadora y triunfal.            Somos adiestrados, desde que nacemos, a resolver problemas. Nos retamos a sortear obstáculos. La adversidad nos fortalece el carácter. Los errores nos ilustran la senda de la vida. Un recorrido lleno de fango, empedrado y árido.            Desde la infancia a la vejez: sufrimiento, dolor, pena, llanto y sentimientos aderezan el barro con el que se modela al hombre.            Nacemos en una almohadilla de sensaciones en la que parecemos ser el centro de todo cuanto nos rodea. Todo son atenciones, mimos y halagos. Todos se preocupan por el recién nacido. Todo se muestra girando a nuestro alrededor. Transcurre el tiempo y con él se vislumbra que somos el eje de rotación de muy pocas cosas. Que la vida "¡es una mierda¡". Vivimos entre el  sueño de cómo vivir y la realidad de cómo vivimos.            Descubrimos que, ni tan siquiera, somos imprescindibles. Esto es algo que nadie nos ha enseñado. Algo para lo que estamos muy mal preparados.                        Cada cosa, cada momento, cada persona suman una circunstancia, forjadora del carácter individual. Poco o casi nada nos ha servido para afrontar la inevitable esencia de la vida: la muerte.            Se presenta una sola vez y fulmina, pero se nos anuncia a lo largo de toda la vida, en la que se nos ha pretendido una formación para acogerla en su debido momento. Pese a ello, siempre, nos coge por sorpresa. Sin saber hacerle frente. Es difícil de esquivar. Perenne. Aguda, con afilada guadaña y vestida con manto negro. Terca y con muy "mala leche". Más cruel temerla, que sufrirla.            "Fin de la vida" es como es definida en el diccionario.            El excéntrico artista Andy Wharhol, que también sucumbió a sus encantos, se negó a creer en ella "porque uno no está presente para saber que efecto ha ocurrido". Pudiera ser afrontada con el mismo tratamiento que le dispensó el revolucionario francés Robespierre, que considero la muerte como el inicio de la inmortalidad.            Todos deseamos pasar de este inexcusable trance sin darnos cuenta, sin sufrimiento. Pensamos constantemente en ella, sobre todo cuando nos ha tocado de cerca. Quizás sea este el motivo que me ha llevado a profundizar en ella. Con ánimo de transmitir mis sentimientos y sensaciones.                        No se trata de vivir constantemente temiéndola. Si es cierto que con ella regresamos a nuestros inicios, de donde venimos. Compartimos la necesidad de partir y ser paridos en un entorno confortable, repleto de atenciones.            Recuerdo los ratos que, de niño, me dejaba invadir por estas reflexiones que siempre me proporcionaban angustia y llanto. Ahora recreo cada momento y procuro asumir su certeza. Porque tarde más o esté "a la vuelta de la esquina", siempre llega y desearía encontrarme preparado para recibirla, partiendo de la premisa que nunca lo estaré del todo.                 Los hay de los que la buscan y persiguen y no cesan hasta que la encuentran. Mi abuela materna y un hermano de mi madre. Por nervios, sensaciones de angustia. Se les convierte la obsesión del suicidio en una fuerte debilidad para con la que los cobardes pretenden finalizar su constante reto de afrontar la vida.            Recuerdo el momento. Una mañana temprano. Alguien llamó a la puerta. Reconocí la voz de una vecina de mi abuela. Estaba yo en la cocina, inmerso en los estudios. Intuí el motivo de aquella visita mañanera. Creo que, en lo más hondo de mi fondo, esperaba aquel desenlace. Pues resultaba una de las mayores máximas de mi madre, al ser la única hija que le quedaba en el pueblo a su madre.                        A la "Dolores" la vieron pasear temprano por el huerto de "la cafetera", apodo de una de sus vecinas. -A entender que por aquellos tiempos el concepto de "vecino" se elevaba casi a una situación de "familia".-. Dicen que al ver gente de tan buena mañana, regresó a su vivienda. En el patio se descalzó y se valió de una silla de nea para impulsarse al fondo del pozo.            Tuvo que ser mi padre quien la sacara del pozo que tantas veces había dragado, para su limpieza. Años más tarde tuvo que volver a ser mi padre quien acudiese a ese mismo emplazamiento, para descolgar el cuerpo inerte de un hijo de aquella. Ahorcado con varias corbatas atadas al cuello. Final tras el de otros varios intentos, como el de la ingerencia de líquidos abrasivos.            Parece una constante los intentos reiterativos para quien llega a fallecer por voluntad propia. Como un vecino al que el verano pasado se lo encontraron ahorcado en la puerta de su calle. La noche anterior le estuve sirviendo unas copas de la terraza de verano, donde solía contar los problemas que tenía con la mujer de la que se había separado y los que tenía con su hija, fruto de ese matrimonio.            Todo el mundo piensa en esta posibilidad en alguna ocasión, sobre todo en momentos de debilidad. Pero son pensamientos volátiles que para hacerse realidad requieren de un estado de consciencia alterado o grandes dosis de desinhibición.            Apoyado sobre la esquina de una estancia hospitalaria, en la que los pasillos se entrecruzan y se hacen interminables. Padeciendo el hedor característico y la asfixiante temperatura de la calefacción. Todo mi cuerpo se estremeció, mientras mi mente trataba de asimilar el anuncio de la inevitable muerte de mi madre. Una enorme sensación me recorrió por dentro, desde la punta de los dedos de los pies hasta de la punta de los pelos de la cabeza.             Tambaleé y caí. Apoyado sobre la pared y balanceándome sobre las piernas encogidas procuraba huir de la realidad y anhelaba que toda aquella secuencia fuera fruto de una tremenda pesadilla. Por muchas veces que apreté los párpados no lograba despertarme. Todo continuaba exactamente igual.            Un eco de imágenes resonaba en mi mente, con todos mis momentos compartidos con mi madre. Con quien me parió, amamantó. Con quien nunca deja de velar por mis sueños. Imágenes condesadas en, apenas, unos segundos.            Aquel parecía uno de aquellos planos que se repiten, una y otra vez, en el cine.En aquellos malditos filmes que se anuncian "basados en hechos reales". Aquello no era televisión, tampoco la confortable sala de un cine. Aquello no estaba "basado"... resultaba la cruza realidad, por muy difícil que resultase asumirla. Todos resultábamos meros peleles, cuan marionetas atadas a unas cuerdas, que regía la inconmensurable fuerza del destino. Mi padre, mi hermano, tíos, primos. Todos esperando algo inevitable, contra lo único que se podía hacer era: esperar. Con enorme sensación de impotencia.             Esperar, esperar, esperar... sin poder actuar y con la certeza que el temido momento se presentaría, impune.            Muchas, muchas veces desde donde hoy escribo he escuchado, al fondo, su máquina de coser. Donde tantas tardes pasó para confeccionar vestidos con retales, comprados, a veinte duros, en el rastro. Hoy ya no escucho el incesante y acompasado pedaleo de la máquina de coser, sobre en la que hoy aún mantenemos una hucha, con pocas monedas y con la que salía a la calle con la rabia que le caracterizaba, para reivindicar sus derechos y procurar luchar contra las injusticias.            Le habían cortado un pecho. Le pedí me lo enseñara y lo hizo. Ya pensaba en reconstruírselo, aunque aquello a mi padre le daba igual. Porque la quería como era. Estuviese lisiada o no.            Pasó dos años y superó el cáncer, con estoicidad. Sometiéndose a duras sesiones de quimioterapia, a las que tendría que regresar. Llegó a comprarse una peluca y a hablar en un acto público de cómo se llega a superar el cáncer y cómo le había afectado en la convivencia con su familia.                        Todo como si nada, con cierta naturalidad, restando importancia al proceso por el que transcurría durante los últimos años de su vida; y todo por restringirse para sí el sufrimiento y evitárselo a quien le acompañaba.            Pero surgió, otra vez. Sin quererlo y, quizás, en menos tiempo del esperado. Volvió el cáncer.            Ahora comenzaría a devorarla muy poco a poco, de forma lenta. Y comenzó a apagar un cuerpo cargado de energía y coraje.            Me ocultaron su verdadero estado y siempre me convencí que ella volvería a ganar a la enfermedad, una vez más. Para regresar con su familia. Entré en su habitación y estaba inconsciente. Con un artilugio en la boca, que le facilitaba respirar. Ya, en otra visita, observé un pequeño detalle que procuré me pasase desapercibido. Consciente de su debilidad por las muñecas de porcelana le regalé una de estas, con unas trenzas; iguales a las que ella lucía de pequeña en el colegio. Ni tan siquiera quiso abrir el envoltorio. Aunque este era un signo a considerar, quise restarle importancia por temor a lo que estaba, de por sí, desvelando.            En el último momento regresé a su lado, ya se había ido. Con los ojos abiertos, creí ver como abandonaba su cuerpo. Ella ya no estaba allí, aunque sí su cuerpo. En ese momento comenzó a intensificar su vida en la mía.             Ya han pasado dos años y continúo negándome a ir a un muro en el que tan sólo reza su nombre. Muro de lamentaciones y despedidas. No, no. No está allí; porque aquello no tiene nada que ver con mi madre. Porque ella es, fue y será mucho más que todo eso.            Su marido se deja morir en vida, llevando todos los domingos un ramo de flores a su lapida y otro junto a una fotografía vacía sobre la mesa del salón. En casa nada ha vuelto a ser lo mismo. La vida no ha vuelto a ser la misma.            Muchas veces me levanto y espero encontrarla limpiando la casa, una de sus manías, con la radio encendida. Relatando, dando de comer al perro o chillando a los gatos. Y ya sólo queda en mi memoria todo aquello. Confiar, esperar soñar con ella más noches de las que sueño. Para, con ello, poderla tener conmigo. Más fuerte que una caricia, más dulce que un beso, más eterno que un abrazo: su recuerdo.            Han pasado largos días de llanto, de dolor que lastima la garganta y penetra en el pecho hasta destrozarlo. Tirado por los suelos, oliendo su ropa, notando su ausencia. Si eso fueron los comienzos de aquellos tristes días sin ella... ahora es otra cosa la que quiero: regocijarme en su recuerdo.             Dejar que su recuerdo me deje de satisfacción, con una enorme sonrisa en la cara. Porque conviene reír sin esperar ser dichoso, no sea que la muerte nos sorprenda sin haber reído.            Ante esta evidencia que el ser humano se resiste a aceptar, desde tiempos inmemoriales las religiones han velado en pro de una solución de emergencia para soslayar esta angustia.            Así, los celtas creían que tras la muerte se emprendía un viaje hacia una lejana isla, cargada de misterio: era la evocación el anhelado paraíso. Estos druidas otorgaban al guerrero muerto su acceso directo.            Por su parte, la metafísica egipcia atribuía al hombre tres cuerpos espirituales y otros tantos materiales. El espiritual Ka acompañaba al difunto para, haciendo frente a las adversidades, alcanzar el paraíso.            Y mientras se dilucidaba si era digno del difunto debía ser pesado en la balanza de los dioses: en una divinidad, o, por el contrario, del infierno, a un lado del platillo se encontraba el corazón del juzgado y en el otro, la pluma de la verdad del Dios Maat.            Ante Thot y Anubis debería demostrarse "no haber cometido pecado contra el hombre, no haber desagradado a los dioses, haber respetado las jerarquías establecidas, no haber matado, ni inferido pena o sufrimiento a los demás".                           En Oriente, el Taoísmo ha determinado la cultura china en esta materia. Esta propone la búsqueda constante de la larga vida a través de la contemplación, profunda meditación y el desprendimiento de los valores terrenales.            Con esta milenaria filosofía el adepto alcanza, lejos de la relación espacio-tiempo, la iluminación que le proporciona la sensación que su cuerpo se ha disuelto. Además, la creencia otorga el premio de cohabitar con aves y dragones a quien logra desprenderse de los valores terrenales.            El bien y el mal han sido una constante en las diferentes culturas y han adquirido misticismo al relacionarse con la muerte. Así, el bondadoso en la tierra obtendrá el premio; mientras que el pecador obtendrá el castigo.             En el antiguo panteón maya del Yucatán del dios Aham gobernaba el cielo y la tierra, simbolizando el bien, mientras Ah Puch, dios de la muerte, reinaba en las profundidades del averno.            Ante el temor a que la muerte llegara a ser el auténtico final de la vida, las religiones premian al hombre con la esperanza que se trate de una mera transición. De esta forma, la reencarnación es empleada por el budismo, hinduismo, mayas... La resurrección se convierte en credo para judíos, musulmanes o cristianos.              Fanatismo que lleva a ciertas culturas sudamericanas a practicar el dogma de la resurrección de los muertos, convirtiendo a estos en zombis.            En cuanto al proceso fisiológico de la muerte. Este es lento, y presenta secuencias muy semejantes en la mayoría de los casos, ya que los fenómenos que se producen están encaminados a la destrucción del cadáver.            Este presenta un electroencefalograma plano, acompañado por un descenso de la temperatura corporal.            La autodigestión hace que se reblandezcan los conductos, interviniendo los microorganismos, que, a su vez, propician un aumento del volumen del cuerpo.            Esto se debe a la continua segregación de gases, que rompen la piel formando burbujas espumosas y pestilentes. En este momento acuden los insectos necrófagos, con una temperatura de cuarenta grados.            El cadáver será pronto esqueleto que, con el paso del tiempo, quedará reducido a polvo. A veces tras la exhumación posterior  presenta un estado casi incorrupto, a lo que se atribuye a un espacio vacío de aire que ha evitado su descomposición.            En la antigüedad se recurría a métodos esperpénticos para diagnosticar el fallecimiento. Desde el papel de filtro, con solución de subacetato, hasta el espejo o las saniguelas. En la actualidad los avances tecnológicos avalan un diagnostico fidedigno.            ¡Luz, más luz! Pidió el escritor alemán Goethe en su lecho de muerte, auspiciando su proximidad a un haz cegador y resplandeciente.            Largos pasillos, túneles y focos de luz se presentan como factores en común de relatos de cuantos se han aproximado a experimentar con la muerte. Nadie a regresado para intercambiar sus sensaciones, pero no cesan los testimonios de convencidos moribundos que han experimentado con ella.            Cultura, mentalidad y creencias son factores que repercuten en el halo alucinatorio de cuantos confiesan estas vivencias. Luces cegadoras, conversaciones con seres fallecidos o túneles que se recorren. Los sicólogos atribuyen estas visiones con la identificación personal con la muerte.            Perdurable, hasta no hace mucho, por la guadaña.            José Trigo, amigo y poco entendido por quienes le conocimos, era uno de esos que ponderaba las relaciones personales. Con una buscada soledad y siempre acompañado, no pedía más que lo que la vida le legó.  Profesaba enorme admiración por su madre y gran respeto a sus semejantes, a quienes adoctrinaba sobre la vida.                           Contaba, sin cansancio, una y otra vez su experiencia. Dado por muerto por los médicos, una enfermera se dispuso a llevar su cuerpo al tanatorio. En el ascensor, Pepe se incorporó sobre la camilla, ocasionando lógico asombro a su cuidadora, que no cesaba de gritar, con angustia y desesperación. Lo que contaba después de este relato se distanciaba del entendimiento, pero no por ello era escuchado con menos interés.            Basta mirar a nuestro alrededor para reconocer la importancia con la que se ha dotado a este último trámite. A lo largo de la historia y hasta nuestros días, en los que se ha llegado a mercadear con el dolor y la aflicción; casas de seguros ofertan por facilitar el más confortable de los descansos con programas de crédito y financiación.            Existe también la filia necrófaga de aquellos que incrementan su colección de objetos mortuorios, aunque para ello se tenga que potenciar el tráfico de un emergente comercio de astillas de ataúdes, mortajas o tierra de diferentes cementerios.            Los más ingeniosos retan con comicidad y burla. Y aseguran dormir cada noche en el que será su lecho de muerte. Otros se jactan de haber convertido sus casas en museos temáticos, con toda clase de parafernalias.                         Los primeros rituales de sepultura se remontan a 50.000 años antes de Cristo, en la frontera turca de Shandar, en Irak. Aquí fueron encontrados ocho esqueletos neandertales bajo un montículo de rocas.            Desde entonces grutas, refugios y construcciones diversas han servido para rendir tributo a nuestros muertos con los rituales de la incineración, enterramientos o embalsamamientos; según creencias y culturas. Prácticas que han perdurado y construcciones, como panteones, necrópolis, pirámides o dólmenes, que se han convertido en objeto de culto.            Formaciones naturales han sido bautizadas por el hombre con alusiones claras, como la depresión californiana del Cañón de la Muerte o el mar Muerto, entre Jordania e Israel. El saber popular ha querido mostrar su trascendencia con expresiones como "echarle el muerto a uno", "el muerto al hoyo, el vivo al bollo" o "hacerse el muerto".            Las leyendas han despertado un posible encanto oculto a negociar con el alma. Se erige así el relato de cómo el doctor Fausto encontró, bajo la forma de Nefisto, un diablo con el que negociar la eterna juventud.            La familia es importante en todo esto, como esos pocos amigos.            Si hay adversidades por superar, estas necesitan de la ayuda ajena. Del golpe en la espalda, de un guiño o un buen gesto. De una mano amiga.            Tres son las hermanas de mi padre y ahora una ha tenido su gesta con la guadaña, que le ha arrebatado a su marido. Una persona que ha valorado los encuentros y reuniones familiares, de las que ha sabido disfrutar en el confort de su hogar o al calor de la leña, a campo abierto.            Recuerdo cena de Noche Buena en su casa. Cada uno contribuía con el pavo, mazapán o champaña. Toda una gran familia para la que la mesa más grande se hacía pequeña. Una de esas familias que a las grandes celebraciones asistían juntas y en las que las generaciones se han ido agrandando y estrechando vínculos.            Paco Mata deja a su mujer, que es mi madrina y a dos primos con quienes una palabra, un abrazo o un gesto ya es un cariño. Y algo duro como es haber pasado por lo mismo. Supone una desgracia que ya compartimos tres pares de hermanos, seis primos.            Me negué a ir a ver a mi tío en aquel mismo hospital de largos pasillos y que, aún verlo desde la carretera, me produce escalofríos. Recuerdo que antes del traslado sí fui a visitarlo. Contenido sólo logré darle un beso y un abrazo. No pude más y tuve que abandonar la estancia, en busca de un dulce y café para mi tía, como excusa. Como si el sentimiento me fuera delito exteriorizarlo.            Pudieran comprenderse distintos estadios ante la muerte.            Cuando nos resistimos a lo irremisible. Cuando, próximos a la aceptación y superada la etapa de cólera, asumimos con cierta pretensión de postergar. Aunque no debiésemos postrarnos con un anhelo ante la muerte, propio de un avanzado estado depresivo.            Siempre nos confortará la posterior valoración de nuestros logros y el asegurarnos de ser recordados por cuantos compartieron sus vidas con la nuestra.            Muerte trágica, reprochable, al menos; la de quien, después de tanto escribir, tanto le escribieron: 

DESPROPÓSITO

DESPROPÓSITO

                         Los transeúntes se resguardaban del viento y la lluvia bajo paraguas agitados contra sus cuerpos. El pedregoso asfalto se convertía en peligrosa superficie para el resbaladizo calzado y las pezuñas de los caballos de arrastre. Todos contaban con el mismo propósito de encontrar cobijo; en los locales más próximos o en sus viviendas.

                         No habían niños chapoteando en los charcos, ni huraños prestamistas o banqueros a la caza y captura de sus presas. Ni tan siquiera el puesto de castañas estaba abierto. Pronto sólo recorrerían los cruces de las calles la maleza seca, en vertiginoso arrastre no sólo por la pendiente.                         Las copas de los árboles crujían, el aire soplaba con fuerza y las gotas de lluvia habían iniciado la competición por las resbaladizas lunas de los establecimientos. Impacto súbito el de las milésimas partículas rotas en cada golpe contra los charcos del asfalto. Onda expansiva confundida en su propio reflejo.                         El frontal de aquel espacio cerrado se encontraba ocupado por un enorme espejo. Cuarteado y con marco de madera envejecida. La impresión de imágenes tan juntas y próximas que parecían una; con tan extrema similitud que resultaban mucho más que iguales. Rostro inmerso en la tristeza, de ojos cansados y ceño fruncido. Mirada perdida, solo encontrada en la confusión de mente.                          Descanso confortable, sobre mullido sillón de alto respaldo con orejeras. Por erguido y señorial, con el reposo de la pierna derecha sobre la rodilla izquierda.                         El hielo de su copa se fundía en la bebida de alta graduación, por el movimiento circular de una mano relajada sobre el reposabrazos. El pausado giro de muñeca provocaba destellos del cristal en la penumbra.                         La exigua claridad –proveniente de una llama en movimiento, del estático candil de sobremesa- confundía su sombra con penuria de un habitáculo de nauseabundo hedor a humedad y naftalina. De pesado y elevado cortinaje, confundido en el color rojizo de las telas estampadas de la pared y el terciopelo del asiento.                         Cubil exento de puertas, ventanas y mobiliario. De estremecedor silencio, pasmosa sensación de vacío y sombras en  danza. Cualquier suspiro o palpitar resultaría turbador.                         No por su ausencia de palabras el diálogo debería de resultar carente de profundidad. Sutilmente tentado a jugar con la remota posibilidad de la existencia del alma. Objeto codiciado para el mercadeo y la especulación, en el fraudulento negocio del cambio de expectativas.                                                    Extrañeza la de la arbitrariedad con la que horas fraguaban días de pesados minutos, amortiguados en la métrica milésima de los segundos. Para soterrarse en el calendario prendido del muro de su dormitorio. Distinguir entre laborables y festivos por el relleno de tinta en rojo y negro. Ávida caza de los tiempos perdidos.                         El carácter huraño y taciturno podría exculparle de su constante irritabilidad. Pero aquello era algo que ni perseguía, ni pretendía conseguir. Porque no se interesaba en razonar su temperamento ante quienes sólo parecían absortos en las volutas de humo procedentes del puro que se consumía entre sus dedos. Preocupación que no iba más allá de la propia del ver cómo se les viciaba la atmósfera del cuarto.                         Con la misma rapidez con la que logró desprenderse de ella, saltó sobre su regazo una enorme bola de pelo negro. Con característico ronroneo y sutil masaje sobre sus piernas.                         De sorprendente sagacidad el animal resultaba bello y confiado. De profuso pelaje y cola en constante movimiento sobre el aire. Del mismo color que antiguas creencias populares atribuían al mal fario y otras tantas empeñadas en todo lo contrario.                         El felino volvió a buscar su acomodo, en el empeño de resistirse al abandono. Veleidosa  pretensión de alejarle de la sórdida soledad, con el hundimiento de sus patas sobre las rodillas. De estar erguido pasó a enroscársele sobre su propio cuerpo. Después del prolegómeno de inquieta tuosidad. En la calma y quietud, los ojos se cerraron y reposó la cabeza.                         Se mostró contrariado, al verse como improvisado lecho de la mascota. La imagen del gato le hacía imbuirse en los recuerdos de su infancia, en la vieja casa de los abuelos sobre la ladera de las montañas rocosas. Junto al pequeño estanque de las aguas de riego, tendido sobre la hierba; jugando con una pelota de trapo y una pequeña gata manchada de blanco y negro. Aquel animal había crecido con él y en la noche solía descansar junto a sus pies, en la misma cama. En las tardes, le observaba la pesca en el riachuelo. Mostrándose expectante ante la limpieza de escamas y espinas de las truchas que le solía servir de suculento manjar. Incluso recordó haberle asistido al parto, en alguna que otra ocasión.                         Un pensamiento que busca el destierro del futuro bajo profundo laberinto de confusas galerías. Lapidado por compactas losas de granito, encadenado por ataduras de insoldables eslabones. Tentar a la posibilidad de exorcizar sus temores a la soledad y al silencio, con la escapada, la vida, la evasión de la realidad más evidente.                         Sólo los sueños eran fuga de su tormento. Sólo en ellos podía disfrutar de ficticia y breve paz. Cada despertar se le había convertido en ansiedad de verse atrapado por los brazos de Morfeo.                         No solía despertar la más mínima caridad. Porque a nadie tan ruin podrían ocuparle pensamientos, que suscitasen el más mínimo interés o curiosidad. Porque, sobre todo: tampoco nada podía llegarle a preocupar. Nada que no fuese aquel reloj del que no mantenía alejada la mirada por más de unos minutos. Tres, cinco, o quizás, diez, como mucho.                         Sobre su mano derecha quedaba una esfera de cuarzo, con estampación de círculo interior de puntos equidistantes. Representación del tiempo en la milimétrica segmentación del espacio.                         Aquellas reminiscencias del pasado le suscitaban la exhalación de un suspiro y el dibujo de una leve sonrisa sobre sus delgados y mal dibujados labios. Sus manos se perdían sobre las orejas del animal que descansaba sobre sus rodillas.                         Sobre una de las esquinas, un tejido de fino hilar. Casi invisible, indetectable. Difuminado panel de perfecto enredo octogonal, en el que las líneas se cruzaban en vértigo ante el chisporroteo del reflejo de la escasa luz al incidir en sus vértices. De majestuosos pilares, las aristas superiores. En su elasticidad permanecía aguardando a que el caprichoso y desordenado vuelo de la mosca se viese obstaculizado por la minuciosidad del estudiado ardid.                         La transparencia de las alas no tardaría en quedar enredada en tan viscosa maraña. Como suplicio, aleteaba con fuerza en intento fallido de escapada. Largas patas de la expectante cazadora se agitaban al aire en su aproximación al manjar. Lucha encarnizada entre la supervivencia y la supremacía.                         La gravedad de su misantropía le llevaba a refugiarse en un extremo aislamiento; del que, cada vez, le resultaba más difícil escapar. No podía controlar las graves alteraciones de la personalidad. Pasaba con facilidad del entusiasmo al decaimiento, de la alegría a la tristeza, de la motivación a la indiferencia, de la euforia al abatimiento.                         Se le despertó un repentino instinto introspectivo. Necesidad de autoanalizarse e intentar descubrirse. Alejado de las lamentaciones. Saturado por el odio a sí mismo, como mero ser contemplativo, entró en cólera. Arremetió contra su victimísmo, desencadenó la rabia contenida y se alzó en pie, tomando entre sus brazos a la mascota que descansaba en su regazo. La copa cayó al suelo, fragmentándose en mil piezas de cristal dispersadas.                         Con firmeza y paso decisivo, alcanzó el enorme espejo. Se situó frente a él. Con la mirada perdida en sus ojos, con la vista puesta en lo más profundo de sí mismo. La imagen le mostraba tal y como era. A ese ser extraño del que pretendía huir. Si el lamentarse del reflejo hubiese sido lo mismo que de lo que deseaba deshacerse: lo hubiese hecho. Se hubiese lamentado de sí mismo.                         Se atusó el pañuelo atado al cuello, peinó con los dedos el cabello alborotado y dejó entrever el pañuelo oculto en el bolsillo superior de la chaqueta. Adquirió el compromiso de dar utilidad a la olvidada cuchilla de afeitar, para desprenderse de los vellos que camuflaban su rostro.                         Las fumatas blancas de las chimeneas retrataban el resucitar de las actividades hogareñas, aletargadas en su dormitar por la borrasca.                         El día comenzaba a clarear con la misma facilidad y majestuosidad con la que se abrían los pórticos de la parroquia al paso de los feligreses hacia su templo.                         El silencio de las calles se inundaba del ladrido de los perros callejeros, del ajetreo de los juegos infantiles en la plaza, lectura de la prensa matutina. La cesta de la compra comenzaba a abastecerse de víveres, preparativos del almuerzo.                         El canto de las gallinas y del gallo del corral vitoreaba el alejamiento de la lluvia, como en cada despertar que anunciaba el alba. El trinar de los pájaros se escuchaba entre las ramas más altas de los árboles.                         El caminar lo inició con paso firme y convencido, por uno de los laterales de la calle descendente. Sobre la cabeza asomaban los balcones salientes de las casas que hacían esquina. En el suelo las piedras se disponían  en caprichosos mosaicos irregulares. De cantos oscuros, blancos, ocres y negros. Entre sus separaciones brotaba el mismo musgo de la superficie.                         A su caminar se había incorporado el acompañante de cola ondeada al aire, sugerente movimiento de cadera y cautivador ronroneo. Con algún maullido susurrante dejado escapar. Seguimiento cauteloso, desde la distancia, pero sin dejar perder la vista al improvisado guía adoptado.                         Al llegar a la plaza hizo un alto en su caminar, para aproximarse a una anciana con pañuelo sobre la cabeza y toga de lana en los hombros. Desde su asiento en la silla de enea atizaba el fuego de un caldero agujereado del que saltaban chispas. Sus arrugadas y trabajadas manos le acercaron una bolsa de papel que había llenado de castañas asadas. Sin llegar a levantar la cabeza –oculta por los hombros- saludó a su cliente con referencias a la climatología y deseando que todo mejorase con el transcurrir del día.                         Al tomar la bolsa sobre la mano izquierda quedó al descubierto una venda, que taponaba la herida del dorso de la muñeca.                         En el despertar de aquella mañana su figura se ocultaba entre el vapor producido por el agua caliente que de la ducha caía en la bañera, de cuatro patas de bronce.                         El reflejo de su rostro desaparecía del espejo al ocuparlo el bao producido por el vapor. Su torso desnudo se postraba sobre el lavabo, soportando la presión ejercida por los brazos. Al lado del jabón se encontraba un frasco de barbitúricos vació.                          La toalla prendida de la cintura se deslizó hasta caer al suelo, conforme se introducía en el baño. Dejó reposar la cabeza sobre la pared y acomodó el cuerpo a lo largo del baño de espuma. Poco importaba que la grifería hubiese quedado abierta y el agua comenzase a desbordarse de la bañera.                         La misma cuchilla de barbero que utilizaba para el afeitado ejercía leve presión sobre las sobresalientes venosidades  de su muñeca izquierda. La mano que la sujetaba temblaba, ocasionando golpes imprecisos que no lograban más que magullar la piel. Gotas de sangre descendían sobre el brazo hasta teñir de rojo la blanca espuma.                         La música sonaba de fondo y los párpados se cerraban, al tiempo que se daban las primeras noticias de la mañana por la radio.                         En la firmeza del cuerpo y la rigidez del brazo sintió el deslizar del reloj sobre su muñeca. Nunca antes le había pesado tanto la máquina del tiempo. Bajó la cabeza, con reflexión de la mirada. Pensó, dudó y actuó desprendiéndose de aquella, para arrojarla con furia sobre sus pies. La cuchilla quedó enredada sobre las curvas de la toalla en el suelo.                         La letanía del pausado repique de las campanadas anunciaba el clarear de un cielo poblado de nubes, con el disipar de algodonales. Figuras en su cabalgar por el espacio. Los rayos de sol comenzaron a florear y a penetrar por oquedades emergentes e incidir sobre los charcos del pavimento empedrado. Dibujando pequeños arco iris multicolor.